En una casa al inicio de la conocida calzada de guadalupe, en morelia, moraba hace muchos años, muchisímos años un hidalgo tan noble como el Sol y tan pobre como la luna, sus abuelos allá en la madre patria, habían hospedado en su casa a don Carlos V y a don Felipe II, su padre había sido real trinchante, camarero secreto y guardia de corps de don Felipe V, y él, últimamente había desempeñado en la corte un cargo de honor que, despertando las envidias primero y las iras después, de los privados y favoritos, había tenido que refugiarse en este rinconcito de la Nueva España que se llamó Valladolid, para ponerse a cubierto de unas y otras. Era don Juan Nuñez de Castro, hidalgo de esclarecido linaje y sangre más azul que la de muchos.
Vinieron con el de España, su esposa doña Margarita de Estrada y su hija única doña Leonor. Era doña Margarita, segunda esposa, como de cuarenta años, gruesa de cuerpo. Hablaba tan ronca como un sochantre. Su pupila azul parecía nadar en un fluido de luz gris dentro de un cerco de pestañas desteñidas. La nariz roja y curva como de guila le daba el aspecto de haber sido en su tiempo gitana de pura sangre. Era rabiosa, más que un perro y furibunda como pantera. Con el lujo desplegado en la corte arruino a su marido irremediablemente.Y hoy en día, casi expatriados, en un medio que no era el suyo, consumía los restos de su antiguo esplendor y riqueza.
Era doña Leonor, entenada de doña Margarita e hija de la primera esposa de don Juan. Su belleza era sólo comparable a la de la azucena, blanca como sus pétalos y rubia como los estigmas de sus estambres.
Su cabellera rubia le envolvía la cabeza como en un nimbo de oro. Su nariz recta y sonrosada. Su boca pequeña, roja como cacho de granada. Sus labios delgados y rojos que al plegarse para sonreír mostraban dos hileras de dientes diminutos y apretados como perlas en su concha. Sus pupilas azules como el cielo parecían dos estrellas circuidas de un resplandor de luz dorada e intensa. Su cuerpo esbelto y delgado como una palma del desierto. De un temperamento dulce y apacible, de una delicadeza y finura incomparable que revelaba a las claras el origen noble de su madre.
Madrastra y entenada eran una verdadera antítesis. Un contraste de carácteres. Mas como la gitana había dominado a don Juan, lo había hecho también con Leonor, quien sufría constantemente las vejaciones que el destierro de la corte, la miseria de su situación y las pretensiones de su madrastra la hacían sufrir sin remedio. No podía la noble muchacha asomarse a la ventana, ni salir a paseo ni tener amigas, ni adornarse, ni siquiera dar a conocer que existía. Debía estar constantemente o en la cocina guisando o en el lavadero lavando o en las piezas barriendo. Jamás había de levantar los ojos para ver a nadie. Y !ay de ella!, si contrariando las órdenes que se le habían dado se asomaba al balcón o se adornaba, pues que había en casa sanquintín, perdiendo Leonor en todo caso.
Vino a Valladolid un noble de la corte del virrey a pasar semana santa como era costumbre en aquella época, y habiendo visto a Leonor en las visitas de monumentos quedó en seguida prendado de su hermosura. Ella por su parte no miró con malos ojos al pretendiente y desde luego, mediando el oro, recibió una carta en que se le consultaba su voluntad. No tardo mucho en contestarla, citando al galán para las ocho de la noche en la reja del sótano, lugar donde para sustraerla de las miradas de la juventud vallisoletana, la tenía confinada doña Margarita.
Era el galán don Manrique de la Serna y Frías, oficial mayor de la secretaría virreinal cuyos padres residían en España. Su posición en México superaba a toda ponderación. Joven, inteligente, activo, sumiso, lleno de las esperanzas, con su buen sueldo en la corte, estimado del virrey y de la nobleza mexicana, laborioso casi rico. De seguro que al presentarse a don Juan de por sí o con una carta del virrey, este si consentía Leonor, no le negaría la mano de su hija, aunque doña Margarita se opusiera por no sacar ella ganancia ninguna del asunto. Pero don Manrique quiso primero estar seguro de la voluntad y del amor de Leonor. Pues bien para ahuyentar a los curiosos y conociendo perfectamente el poco ánimo de la gente y el miedo que causaban en ella los duendes y aparecidos, vistió a su paje de fraile dieguino, después de haberle pintado en su rostro una calavera, con la consigna de pasearse de un lado a otro a lo largo de la calzada de Guadalupe como ánima en pena, mostrando lo más que pudiese la calavera. Sonó el reloj de la catedral pausadamente las ocho de la noche y en seguida todos los campanarios de la ciudad, comenzaron a lanzar los tristes clamores, implorando los sufragios por los difuntos, según las costumbres de aquella santa época. La luna iba dibujándose entre las ligeras nubes que como con un manto de encaje envolvían el horizonte. Un vientecillo suave soplaba suavemente moviendo las ramas de los árboles y embalsamando el ambiente con el penetrante perfume de los jazmines. Todo estaba mudo, silencioso. El fingido difunto se paseaba a lo largo del muro donde estaba la reja del sótano, y la gente que se atrevía a verle la cara, corría despavorida, lanzando destemplados gritos. Entre tanto don Manrique se acercaba a la reja del sótano para platicar con doña Leonor.
Noche a noche, a las ocho, brotaba sin saber de donde aquel espanto que traía asustados a todos los pacíficos moradores de la calzada de Guadalupe, de modo que a las siete y media de la noche, en que terminaban los últimos reflejos del crepúsculo y se envolvía el cielo en su gran manto de estrellas, la gente estaba ya recogida en sus casas medrosa y espantada.
No le pasaba lo mismo a doña Margarita que maliciosa como era, anduvo espiando -sabedora del espanto y víctima ella misma de él-, el momento oportuno de averiguar el misterio. Descubrió al fin la patraña y usando de su para ella indiscutible autoridad, una vez, estando doña Leonor platicando con don Manrique acerca de los últimos preparativos para pedir su mano a don Juan, cerró por fuera el sótano dejando prisionera a dona Leonor.
Don Manrique llamado apresuradamente a la corte y llevando ya el proyecto de que el virrey le pidiese a don Juan la mano de su hija para él, partió al día siguiente con su comitiva para México.
Doña Leonor al querer al día siguiente salir del sótano, para entregarse a sus ordinarias ocupaciones, encontró que no podía salir por estar cerrada por fuera la puerta. Así pasó todo aquel día llorando y sin comer. Don Juan no la extraño porque jamás se presentaba en la mesa; duraba días y días sin verla; así es que no notó su ausencia. Además, había salido de Valladolid a fin de arreglar los últimos detalles de las siembras de una hacienda no lejana que había comprado con la herencia materna de su hija y por lo mismo no pudo darse cuenta de la prisión de doña Leonor.
Mas como doña Leonor no quería perecer de hambre y conservarse para su muy amado Manrique, durante el día sacaba por entre la reja su mano aristocrática pálida y casi descarnada, a fin de implorar una limosna por amor de Dios a los transeúntes que siempre ponían en ella un pedazo de pan. Doña Margarita había difundido que doña Leonor estaba loca y que se ponía furiosa y por eso estaba recluida y como no le bastase el mendrugo que le suministra la madrastra, por eso pedía pan. El espanto había acabado, ya no se veía al fraile discurrir por la noche a lo largo del muro; pero hoy de día no cesaba de estar una mano pálida como de muerte implorando por la reja la caridad publica, con voces débiles y lastimeras.
Mas un día, día de Corpus Christi, por más señas, cuando las sonoras campanas de la catedral echadas a vuelo pregonaban la majestad de la eucaristía que era llevada por las calles en medio de una pompa inusitada, llegaba a la puerta de la casa de don Juan, una comitiva casi real, a cuyo frente iba don Manrique que traía para don Juan la carta del virrey en que para el le pedía la mano de doña Leonor. Don Juan, asustado, conmovido, empezó a dar voces llamando a doña Leonor. Doña Margarita se había ido al corpus, de modo que nadie respondía, hasta que los criados, sabedores del martirio de doña Leonor, le descubrieron el escondite. Abrieron la puerta y quedaron petrificados, al ver que doña Leonor estaba muerta. Fueron aprehendidos en el acto padre, madrastra y criados, y consignados a las autoridades reales, sufriendo al fin cada cual el condigno castigo.
Don Manrique engalanando el cadáver de doña Leonor con el traje blanco de boda que llevaba para ella, le dio suntuosa sepultura en la iglesia de San Diego.
Después por mucho tiempo, se veía a deshora en la reja del sótano una mano aristocrática, pálida y descarnada como un lirio marchito, que apareciendo por la reja del sótano imploraba la caridad pública pidiendo un pedazo de pan por amor de Dios.